Un anticipo de mi próximo libro de cuentos y relatos que editaré próximamente:
URDIMBRES Y SESGOS
LOS CUERPOS
La banda toca ritmos conocidos, los más
populares de cada década, desde los cuarenta hasta la actualidad. Entre ellos
están The Beatles, The Mammas and the Papas, Abba, Madonna, Elvis Presley, suena
Guantanamera, algunos valses a pedido. Las parejas se van animando. Grupos de
mujeres solas observan la escena. Esperan la cortés invitación de algún
valiente para salir y desplegar sus habilidades. Pocas tienen esa suerte.
Algunas no se amilanan, copan la pista con amigas, reconcentradas en “córeos” contundentes,
espontáneas.
Todos bailan con alegría en el ferry que atraviesa el mar Báltico desde
el puerto de Estocolmo hasta Helsinki. Los cuerpos se sacuden sin pudor. Cada
uno siente la música a su manera y así lo expresa. Dos mujeres jóvenes, no muy agraciadas,
bailan sin descanso. Una de ellas, con vestido strapless negro, de brillos, y sandalias. Cada tanto se acomoda el
corsé que se le desliza hacia abajo y sigue en un frenesí autista. Ensaya pasos
enérgicos en actitud de exacerbada autoafirmación. Gira embelesada sin reparar
en sus kilos de más. Se siente estrella y ocupa el centro de la pista. Aquí
estoy yo, no me amilano, me exhibo, mírenme, lo hago bien, soy un huracán de
ritmo y firmeza, parece decirse y decirnos a los presentes. Su amiga la secunda,
tímida, sin las aptitudes ni la determinación de la anterior. La sigue como una
mascota que intenta agradar a su dueña: ella es la que sabe, yo hago lo que
puedo, tengo el honor de su compañía, se dice convencida.
El resto de los bailarines se muestra lo
mejor que puede. El huracán los esquiva y va zigzagueando por toda la pista. No
mira, se mira, segura de que todos los ojos confluyen en su figura. Sí, es
cierto, de vez en cuando sucede que la miran, como a un caso extraño, como a
una patología danzante. A ella sólo le importan sus propios pensamientos, su
imagen de sí misma, su fantasía de estrella arrolladora.
Una pareja de mediana edad baila todos los
ritmos con un único paso de vals rural, a zancadas. Otra no atina con el ritmo
y se sacude con espasmos de alegría. Varios niños surcan la pista persiguiendo
los spots de colores que bailan sobre
el piso. Ensayan algunos saltos de cabras, retozan, se hacen zancadillas o se
trenzan en luchas que simulan ser danzas hasta que sus padres los apartan. Unas
niñas bailan con precisión los pasos de los éxitos televisivos del momento.
Una anciana, recientemente operada de
cadera, ingresa a la pista con su andador y mueve lo que puede. Su compañero
oficia de poste, sin ritmo ni movilidad. Mira de soslayo a una joven china que
baila sola, con movimientos minimalistas.
Una pareja de jóvenes ucranianos despliega energía y creatividad a lo
largo y a lo ancho de la pista. Otra, más madura, con ropa y modos cool se mueve con refinamiento. Ella se
desliza cual garza y él mira de reojo todos los traseros posibles que se menean
en la pista. Dos muchachas solteras le bailan alrededor con el deseo de poner
nerviosa a su esbelta compañera y ganarse el trofeo mirador.
De pronto aparecen los carteles de
protección al menor en las pantallas y los padres retiran a sus niños de la
disco del ferry.
Un hombre entra a la pista con intención
de pescar algo. Tres señoras mayores que ignoran el decoro propio de su edad,
lo rodean, se lo rifan. Una de ellas, con vestigios de haber sido bella en su
juventud, baila con él, lo abraza, lo besa mientras sacude su cuerpo delgado,
enfundado en un vestido mini, blanco, de broderie
por el cual se trasluce su ropa interior negra. Él le acaricia las nalgas como
al pasar, ella sonríe encantada, sin importarle que no pueda seguir el ritmo ni
por asomo.
Una pareja de cuarenta largos aborda la
pista con decisión, realizan coreografías estudiadas y archi-ejercitadas en
clases de ballroom. Hacen su pequeño
show con elegancia, con gestos y mohines, como viejos camaradas que se las
saben todas. A su alrededor pasa el torbellino de la noche con su vestido strapless, con sus pasos firmes y
estudiadamente sexies.
Todos destilan alegría y desparpajo. La
música invita. Se ejercitan pasos. Se suman más parejas. La noche se hace eterna
dentro de la disco del ferry que es
un cocktail de rugidos de motores, de
risas, de babélicas charlas y tintineos de hielo en las copas.
Los hombres solos, en la barra, toman
cerveza, whisky, vodka, tragos. Sopesan las virtudes físicas de las mujeres y
la posibilidad de ganarse a alguna durante la velada. La banda hace su cuarta
entrada después del descanso reglamentario de quince minutos. Los motores,
retumban debajo de la pista. El mar Báltico mece, acuna la nave. Es verano y la
noche tiene luz propia. El sol de medianoche ilumina la jornada interminable
que culminará en Helsinki.
A la mañana siguiente, el
capitán anuncia el arribo. Todos se aprestan apurados. Confluyen en la puerta
de salida ubicada en el sexto piso. Adormilados, no se reconocen. Lo de anoche
sólo fueron exabruptos, piensan. Bostezan, cruzan la puerta, bajan las rampas
arrastrando sus equipajes. Al emerger del puerto, cruzan el empedrado y hacen
cola para esperar el tranvía número cinco mientras miran azorados los ilegibles
carteles en idioma finlandés.